domingo, 30 de agosto de 2009

Decisión

Los imperturbables amantes caminan abrazados por una calle angosta, sombría y terrosa. Se abrazan ávidos con sus brazos, unos gruesos, otros sutiles. La temperatura de sus cuerpos se funden en una sola, las pieles levemente perfumadas se acarician y desean. Los brazos fuertes protegen el abrazo y los delgados lo armonizan. Entre ellos, los límites corpóreos no existen, rehuyen a la soledad. Se moldean como mechones de pelo en una trenza.


Con el viento, los cabellos oscuros de ella se mueven cerca de la oreja atenta de él, que los oye y dibuja esa melodía, sobre la pierna de ella, tamborileando sus dedos. Ella siente los débiles golpecitos, pero desconoce la inspiración del baile de la mano.


Avanzan las zapatillas de descanso y las ropas frescas junto al perro León, un animal grande, negro y sumiso. El hombre tira con fuerza de la correa y León se siente ahogado. Los amantes se detienen frente a un pozo en el camino. Se besan aridientemente. Ignoran el ruido de la ruta paralela a ellos. La mujer ablanda al hombre y él afloja su mano, suelta la correa de León.


El perro está libre y no sabe qué hacer, mira la ruta bulliciosa, ve objetos coloridos, autos, similares a su pelota, recuerda el éxtasis del juego, a sus dueños, ahora detrás de él y corre espontáneo a la desafiante ruta.


El hombre y la mujer separan sus cuerpos, se rozan y notan la ausencia del animal. Lo ven cerca de la carretera, ella comienza a gritar y a sacudir su lánguido cuerpo para atraer al perro. Siente lástima. Él lo mira irascible.


León, impedido por el ruido, no escucha con nitidez ni vuelve su mirada. León está sólo por primera vez, se sacude animosamente y mueve la cola. El sol le ilumina el camino hacia la ruta y los árboles lo llaman desde la vereda de enfrente. Y él, ahí sólo, y sin saber qué hacer.

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