jueves, 12 de agosto de 2010

Silencios

Me acosté. La habitación estaba oscura. Arriba brillaban las estrellas. Sabía que eran engañosos pedazos de un plástico, que brilla en la oscuridad, pegados sobre las maderas del techo de mi cuarto. Aún así, creí que esas estrellas eran estrellas y que no había techo. Cuando volví a sentir mi habitación comprendí que Flor está enamorada: había pegado todas las estrellas de a dos.

Recordé la experiencia de Cata en su colectivo “…son todos curiosos, cuando alguien sube, todos le clavan los ojos, ¿vos no lo haces?...” le respondí que casi nunca, por vergüenza, y ella siguió “…Me senté al lado de un chico que me gustó. Trataba de arreglar mi monedero, ese con forma de ratón y al chico le llamé la atención, me miraba. Cuando terminé de arreglarlo, en silencio, acerqué un poquito mis manos al chico y, como quien no quiere la cosa, le mostré, abriendo y cerrando el monedero, que el ratoncito ya estaba arreglado…” Me pareció divertido y quise copiar la valentía de Cata. Un día elegí sentarme frente a un chico que me gustó. No quería intentar una conversación, sólo lo espié y reí sola. Él lo notó, me observó y sentí vergüenza, me escapé por la ventanilla que tenía a mi izquierda y encontré, a la distancia de una mano, otro colectivo y dentro de él, otros pasajeros con similares comportamientos a los pasajeros de mi colectivo; pero a ellos, separados por dos vidrios (el de mi colectivo y el del colectivo de ellos), era más fácil mirarlos. Miré a una señora comiendo un sándwich, no me preocupó cuando me descubrió pues no compartíamos coche y jamás volvería a cruzármela.

“A nadie le importa lo que hagas, Julieta” Y es cierto, pero, aún así, el otro día me preocupó muchísimo aquel sector al aire libre que quedaba entre la terminación de mis calzas y el comienzo de las botas. Era medio centímetro de piel al aire libre que no me parecía pertinente en invierno. No podía parar de reír imaginando que alguien descubriría esas líneas de piel. Y nadie las vió.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Pasito

Romina vive en una ciudad. Camina, como los demás, al compás de aquello que marca el ritmo en las calles y veredas. No se sabe con certeza qué es lo que marca ese compás. Algunos dicen que son los semáforos; otros, que nadie quiere llegar tarde a su trabajo y que el cambio de luces rápido en los semáforos obedece al deseo de las personas; unos pocos opinan que cada ciudadano vive a su antojo, que los que quieren vivir lento pueden madrugar, pero la realidad es que choques, accidentes y tráfico los demoran más allá de cualquier iniciativa personal. Sigue siendo un misterio el porqué.

Un día Romina dejó de caminar con ese ritmo orgánico. Comenzó a perder colectivos; los semáforos cambiaban de color cuando ella estaba en medio de alguna avenida; olvidaba en locales productos que compraba; llegaba tarde a su trabajo porque antes daba dos o tres vueltas despreocupadas en el mismo transporte; golpeaba puertas ajenas; luego de despedirse de alguna amiga, tocaba el timbre de la casa de ella sólo para decirle que la quería y sin siquiera pasar un segundo volvía a tocarlo con el mismo fin; abrazaba cariñosamente a vendedoras callejeras de medias o moños; para bajar escaleras subía y bajaba los escalones de manera impredecible, lo cual causaba pisotones y manchas en zapatos o zapatillas ajenas; antes de ir al supermercado del frente de su casa daba vueltas alrededor de la misma manzana tres o cuatro veces, cada vuelta en una dirección contraria, y luego hacía las compras. En fin, su ritmo le trajo algunos problemas: los conductores la insultaban en las avenidas; sus amigas ya no le habrían la puerta; quienes bajaban la escalera cerca de ella la tildaban de infantil; los colectiveros la creían loca. Comenzó a sentirse angustiada.

Al tiempo Romina notó que no era la única que, en vez de caminar, bailaba lo que sentía. Otros comenzaron a copiar su manera de proceder: cada paso dado era posterior a algún sentimiento. Desde ese momento en esa ciudad ya no existe la sistemática caminata ni las masivas corridas.

Dicen que bailando es más fácil conocer a los demás pues en cada baile se expresa una personalidad. Dicen que las personas de esa ciudad, ya no se reúnen para moverse sino para descansar de sus infinitos bailes y compartir los silencios con los bailarines alguna vez conocidos en alguna calle, en alguna vereda, en alguna escalera o en alguna avenida. Sólo en esos momentos para, allí, el movimiento y el ruido.