lunes, 28 de diciembre de 2009

Seguridad

Dos policías subieron al colectivo, en sabio, a la una de la mañana. El colectivero los saludó con el rostro, arrastró su mirada hacia el espejo retrovisor donde las recientes vías, poco a poco, iban alejándose. Disminuyó la velocidad. Imaginó a su mujer esperándolo. A esta altura tendría que estar en ruta 26 y panamericana y para ello faltaban quince kilómetros. La cena se demoraría. Sus cuerpos voluminosos vestían el uniforme azul. Sus gestos y posturas, maleados por la educación policial que los transforma en autoridades tan respetables. Eran dos policías más.

Recordé una charla con otro policía en la fila de un colectivo.

-¿Porqué en las escuelas enseñan la violencia de los militares y no la de los montoneros? Las cosas están muy mal, deberían volver los militares. Con los peronistas en el gobierno, no hay respeto. Un día caminábamos por una vereda con mis compañeros, uno robo algo a un vendedor ambulante. El vendedor comentó al superior lo sucedido. El superior hizo juntar a todos el dinero para devolverle al vendedor el costo del objeto.

Comenté al policía que sus compañeros habían puesto la plata no por respeto, sino por miedo a ser sancionados.

-No conocés los métodos de las fuerzas de seguridad- dijo el policía-, y por eso no entendés. Para sacar información verdadera a la gente hay que hacerles sentir miedo.

Los dos policías empezaron a seleccionar personas. Pedían documentos, preguntaban nombres, tipo de trabajos, estudios. La mayoría de los elegidos fueron trabajadores. Recuerdo a uno que, después de hacerle quitar la gorra, le hicieron vaciar sus dos bolsos. El hombre apoyó todas sus pertenencias en los asientos. Los policías no encontraron nada, dejaron al hombre y bajaron. El colectivero clavó su mirada en el espejo retrovisor, cuando los uniformes se mimetizaron con la oscuridad de la noche, apretó violentamente el acelerador.La cena lo esperaba.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Democracia

Estimados miembros de la comisión del barrio El Zorzal:

Llegó a mi domicilio una carta advirtiendo las penalizaciones que tendrá mi familia al permitir que mi perra Mara pasee por el barrio sin correa. Comprendo, en general, las normas del barrio y, en particular, aquella que explica porqué los perros no deberían pasear sin correa: no es democrático que sólo anden libremente las mascotas de los dueños olvidadizos o despreocupados. Además podrían asustar a los vecinos con una mirada amenazante o un inofensivo ladrido, morder a cualquier caminante o, peor aún, clavar sus filosas dentaduras en las ruedas cercanas a las relucientes llantas.

Almas infantiles, en noches de desvelo, se interrogan insistentes por qué no pueden sus perros andar sin correa y la del vecino sí ¡Justicia! Lo comprendo y por eso juzgo mis razones como insuficientes. Mi perra no muerde, disfruta de caminatas, así como las sombras de árboles y las caricias aventureras. Es callejera, se crió en un barrio donde los perros - además de hacerse milanesa- caminan junto a las moscas que los rodean, por calles terrosas, juegan en las zanjas, persiguen perras en celo, toman sol, muestran sus dentaduras, corren y hacen pipi. En cambio, sueltos los higiénicos perros cagarían veredas y jardines ajenos.

Las normas de convivencia interna son razonables. Sin embargo, habría que detenerse en los beneficios y perjuicios de ese raciocinio. Hace unos días, observé un perro paseando por la terrosa colectora. Después, percibí un auto y un perro muerto. Las coloridas zapatillas que observan a mi perra dentro del perímetro del barrio, por fuera prefieren el menú de la muerte. Tan habilidosos para detectar el peligro en sus intestinos, como torpes para descifrarlo por fuera de sus narices.


Julieta Belén Ruano, hija del vecino del Lote 39.

domingo, 13 de septiembre de 2009

La vuelta a casa

Hoy en el colegio los niños aprendieron sobre ausencias e injusticias; regresaron solos, ningún llanto, grito, podía apaciguar el deseo irresuelto de estar acompañados, el tiempo seguiría regulado por el trabajo. Cuando reconocían la parada estiraban el brazo, como queriendo alcanzar la lejana rama de un árbol, apretaban el timbre, bajaba saltando los escalones de la puerta trasera y caía. Mochilas coloridas; voces agudas interponiéndose con risas y cantos; miradas dulces de ojos pestañeado; movimientos de manos, de dedos pequeños, de uñas rosas, de uñas terrosas; sonidos de narices, pañuelos rayados de tela; sonrisas teñidas con jugo de naranja, dientes con chocolate; peinados despeinados, trensas, colitas, pelo suelto y el viento entrando por las ventanas. La energía de los niños emergió para contagiar los recuerdos de los adultos inocentes que viajaban en el colectivo.El colectivo se transformó en un micro escolar.

El juego del Sábado


Respiro y no huelo, mi pequeño cuerpo se hunde en aguas profundas. Me gustaría sentir una vez más el aroma del jazmín que alguna vez sentí, que el lenguaje de los corales no me humedezca, bailar en el vacío de la palabra. Quizá allí, mientras la sal pica en mi lengua y ríen mis angustias, algún sentido burbujee en mi rostro, y me pasee por frescos mares y cálidos vientos, donde ya no estén la ansiedad, el dolor y la angustia, sino el querer. Quiero. Me siento en una roca, escucho un ruido mudo, escucho la lluvia, escucho el mar rompiendo en mi roca. Hoy ya no llueve, veo el sol, huelo el jazmín del pico del pájaro que vuela.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Meditación y pensamientos

Días atrás, con mi familia meditamos a luna llena. En un momento -cuando las mujeres sentadas en círculo tuvimos que pronunciar repetidas veces las letras “a… e… i” y luego la palabra “om”- intuí que alguien estaba riéndose. En el regreso, descubrí que con mi madre nos habíamos tentado imaginando a mi hermana Catalina. Y Cata nos imaginó a nosotras, imaginándola a ella.


Llegamos a casa. Entré a mi cuarto y dejé la puerta entreabierta. Vi el florero y su agua sucia, dentro el pimpollo del lilium se estaba abriendo. Observé y escuché el sonido que provocó un pétalo al empujar a otro que lo protegía. Mamá y Catalina reían alejadas, no sabía por qué. Los pétalos en círculo se acomodaban: unos protegían, otros trataban de imponerse, de hacerse un lugar. Inclusión, soledad, exclusión, sociedad. El imperceptible aroma de mis alumnos del jardín en círculos, la ronda de las mujeres en la meditación y el cuadrado de las instituciones. Todas esas puertas y ventanas que nos anuncian el sombrío estado de nuestro encierro.


Durante la noche, el lilium se abrió ante mis ojos. Pensé en el ciclo, en la flor domesticada, abriéndose para mostrar su agónica belleza. No me importó saber que en una semana no estaría decorando mi cuarto.


Mi madre y mi hermana seguían riendo.

viernes, 4 de septiembre de 2009

El primero de todos sus dilemas

Caminaba con furia la mujercita supersticiosa, mientras oteaba el rumor del crepúsculo. La luz de la casa era opaca, perfecta para aquella ceremonia de iniciación. Por la ventana, entraba el murmullo inestable de la pradera. La hoja en blanco yacía entre sus manos. Era el momento de escupir el lamento, de generar un movimiento vital. De bailar en silencio. Pero falló. O, al menos, eso creyó porque, detrás la penumbra, la mujercita comenzó a crecer. Y creció tanto que los fragmentos de su rebaba fueron instalándose en la hoja en blanco. Así surgió la vida.


Merodeaba la aurora cuando un ejército de insectos avanzó sobre la pradera. Así, la mujercita quedó a merced del ocaso extendido sobre la hoja, mientras una hormiga imponía su agónica presencia. El misterio se había develado, encubriéndose al mismo tiempo. “No puedo dejar de crecer”, le confió a la hormiga que, lacerada por el filo de la muerte, no pudo más que obsequiarle una flor. Contrariada y enorme, consultó a los insectos de la pradera. Sin embargo, las luciérnagas habían dejado atrás su luz. El día era demasiado riguroso con ellas.


Desesperada, la mujercita supersticiosa se dirigió en busca de Dios para que le explicara su infortunio. Pero el altísimo le respondió que en su soleada viña uno puede encontrar de todo, menos soluciones. Entonces, la mujercita, la hormiga moribunda y los insectos del prado marcharon nuevamente hacia la penumbra. Allí, elucubraron sus respuestas. Entre todos pensaron cómo podía ser que ella no parara de elevarse, que la hormiga resucitara tantas veces como moría y que esos insectos la acompañaran -sin preguntar cuándo ni por qué- tanto en el cielo como en los dominios del fuego.


Supongo que aquí termina la historia. Aunque también es cierto que el círculo apenas se ha abierto. No es mi intención convertirme en un fabulador risueño, pero estoy seguro de que alguna noche los veré a todos ellos, iluminando una avenida, resucitando, buscando respuestas. Convirtiendo esta ciudad pestilente en una hermosa pradera, vedada a quienes no perciban las palpitaciones que naufragan debajo de la tierra.

( Texto tuyo)

domingo, 30 de agosto de 2009

Decisión

Los imperturbables amantes caminan abrazados por una calle angosta, sombría y terrosa. Se abrazan ávidos con sus brazos, unos gruesos, otros sutiles. La temperatura de sus cuerpos se funden en una sola, las pieles levemente perfumadas se acarician y desean. Los brazos fuertes protegen el abrazo y los delgados lo armonizan. Entre ellos, los límites corpóreos no existen, rehuyen a la soledad. Se moldean como mechones de pelo en una trenza.


Con el viento, los cabellos oscuros de ella se mueven cerca de la oreja atenta de él, que los oye y dibuja esa melodía, sobre la pierna de ella, tamborileando sus dedos. Ella siente los débiles golpecitos, pero desconoce la inspiración del baile de la mano.


Avanzan las zapatillas de descanso y las ropas frescas junto al perro León, un animal grande, negro y sumiso. El hombre tira con fuerza de la correa y León se siente ahogado. Los amantes se detienen frente a un pozo en el camino. Se besan aridientemente. Ignoran el ruido de la ruta paralela a ellos. La mujer ablanda al hombre y él afloja su mano, suelta la correa de León.


El perro está libre y no sabe qué hacer, mira la ruta bulliciosa, ve objetos coloridos, autos, similares a su pelota, recuerda el éxtasis del juego, a sus dueños, ahora detrás de él y corre espontáneo a la desafiante ruta.


El hombre y la mujer separan sus cuerpos, se rozan y notan la ausencia del animal. Lo ven cerca de la carretera, ella comienza a gritar y a sacudir su lánguido cuerpo para atraer al perro. Siente lástima. Él lo mira irascible.


León, impedido por el ruido, no escucha con nitidez ni vuelve su mirada. León está sólo por primera vez, se sacude animosamente y mueve la cola. El sol le ilumina el camino hacia la ruta y los árboles lo llaman desde la vereda de enfrente. Y él, ahí sólo, y sin saber qué hacer.

viernes, 28 de agosto de 2009

La única mirada

La hormiga negra caminaba por el pasto embarrado. El viento enervaba las hojas, las gotas a la hormiga. Cansada, fue a jugar a la hoja carnosa de Aloe Vera.


Subió al tronco del pino añejo y caminó por las cortezas rasposas hasta ver el aloe Vera. Se desprendió del árbol y aterrizó en una corpulenta hoja. Saltaba con animosidad para tomar impulso, la hoja se movía toscamente. Cerró los ojos y se lanzó de espaldas, deslizaba por la hoja angosta. El líquido espeso de la planta le dio una mayor velocidad. La hoja terminaba, el viento comenzaba ya a soplarle las patitas, luego todo el cuerpo. Ahora gravitaba en el aire, la tierra cruel estaba cercana, cayó y rebotó en el colchón de pasto.


Era primavera, las flores posaban hermosas, pero sólo al amarillo Narciso miraba la hormiga, sólo su dulce aroma olía. Tímido, intentaba inútilmente ocultarse entre los helechos. La hormiga avanzaba hacia él. Llegó a la reina flor y se emocionó. Los soles asomaban, desmayaban y la hormiga seguía allí, conociéndolo hondamente y enfrentando, pero el Narciso permanecía inquieto.


Consciente del problema, por última vez y sin saberlo, lo miró, y besó sus raíces. Se fue. Subió al tronco del pino añejo, cayó en la misma hoja, deslizó por ella y la única mirada que le dio el Narciso la distrajo. La hormiga desvió hacia un costado. La esperaba ansiosa una espina.