sábado, 30 de julio de 2011

Caer

Comenzó la fiesta. Sacó los vasos del mueble y los colocó sobre una mesa; obligando, al vaso de vidrio, a participar de la reunión.

El vaso de vidrio existía. Pero debido a su material; a su forma, tan ausente, de ser; parecía no ocupar lugar en el espacio.

Debería aceptar, una vez más, que el azar le indicara quien sería su dueño durante esa noche. Hacía tiempo que ningún labio se apoyaba sobre sí, que ninguna mano lo tocaba.

Su tristeza se debía a que nunca podía olvidar que todas las fiestas tienen un fin.

Sabía que el tiempo de las fiestas es un tiempo de hechos, el coma alcohólico del tiempo. Pero después ese tiempo loco vuelve a la vida, todo vuelve al orden y el vaso se encuentra, una vez más, dentro del mueble.

Sabía que el disfrute, de tan solo un instante, le haría sufrir luego. Había resuelto, entonces, no encariñarse con nadie ¿Qué sentido tenía encariñarse con alguien que al otro día ya no estaría?

Era más sano ser distante.

Ningunos labios rozándolo
ninguna palmadita cariñosa,
ninguna caricia continua y suave,
ninguna mano aferrándose firmemente a él sin soltarlo,
le harían sentir nada.

Ser vaso era aceptar, de por vida, una naturaleza instrumental. Era sufrir. Era ser llenado y vaciado frenéticamente de distintos líquidos, con o sin burbujas, con o sin alcohol. Con o sin sentido. Quien llena un vaso no necesariamente es consciente de que lo está llenando. En cambio, el vaso, siempre sentía las violentas acciones que se ejercían sobre él, que eran siempre, al fin y al cabo, una sola. El vaso se sentía considerado un mero recipiente, un contenedor de algo más importante que si mismo. Nadie piropeaba nunca al vaso, nadie decía “qué sabroso vaso”.

Sucedió que estaba el vaso, bien firme, sobre la mesa de madera, con la expresión corporal de un “Señor vaso”, de un vaso de vidrio gordo, resistente y frio por la acción de los hielos. Ningún vasito, de esos de plástico de fiestas de quince, le haría nada. Esos vasitos eran aún más descartables que él. El destino de aquellos era la basura; no un mueble que, aunque oscuro, protector. Ninguna mano se atrevería a tocarlo sin respeto (a lo que él llamaba respeto era, en realidad, miedo).

Lo que sucedió fue inesperado: una mano débil, suave, tibia, insegura. Temblequeando lo agarró. Sintió ganas de protegerlo; de tenerlo para si toda la noche, toda la vida. Sintió ganas de ser protegido, de entregarse durante toda una noche, toda la vida.

¿Por qué esa mano tibia quería sentir el frio del vaso, porque esa mano débil quería sentir su dureza?

El vaso volvió a sentir. Sentía impotencia porque no podía tomar una decisión sobre sí mismo, no podía decidir él solo sobre su sentir, sobre su actuar. Un otro lo condicionaba. Decidió resbalarse se esa cálida mano. Calló. Infinitos pedazos de vidrio yacían sobre el suelo. Infinitas piezas de un rompecabezas. Quedó allí como un enigma, como Romeo en el suelo, debajo de un balcón. Quizá la mano arme el rompecabezas, quizá ella sea la culpable de que el vaso dejó ser un único vaso, con su identidad segura para convertirse en mil pedazos, en mil maneras de ser.
En mil aburridas palabras.

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