viernes, 4 de septiembre de 2009

El primero de todos sus dilemas

Caminaba con furia la mujercita supersticiosa, mientras oteaba el rumor del crepúsculo. La luz de la casa era opaca, perfecta para aquella ceremonia de iniciación. Por la ventana, entraba el murmullo inestable de la pradera. La hoja en blanco yacía entre sus manos. Era el momento de escupir el lamento, de generar un movimiento vital. De bailar en silencio. Pero falló. O, al menos, eso creyó porque, detrás la penumbra, la mujercita comenzó a crecer. Y creció tanto que los fragmentos de su rebaba fueron instalándose en la hoja en blanco. Así surgió la vida.


Merodeaba la aurora cuando un ejército de insectos avanzó sobre la pradera. Así, la mujercita quedó a merced del ocaso extendido sobre la hoja, mientras una hormiga imponía su agónica presencia. El misterio se había develado, encubriéndose al mismo tiempo. “No puedo dejar de crecer”, le confió a la hormiga que, lacerada por el filo de la muerte, no pudo más que obsequiarle una flor. Contrariada y enorme, consultó a los insectos de la pradera. Sin embargo, las luciérnagas habían dejado atrás su luz. El día era demasiado riguroso con ellas.


Desesperada, la mujercita supersticiosa se dirigió en busca de Dios para que le explicara su infortunio. Pero el altísimo le respondió que en su soleada viña uno puede encontrar de todo, menos soluciones. Entonces, la mujercita, la hormiga moribunda y los insectos del prado marcharon nuevamente hacia la penumbra. Allí, elucubraron sus respuestas. Entre todos pensaron cómo podía ser que ella no parara de elevarse, que la hormiga resucitara tantas veces como moría y que esos insectos la acompañaran -sin preguntar cuándo ni por qué- tanto en el cielo como en los dominios del fuego.


Supongo que aquí termina la historia. Aunque también es cierto que el círculo apenas se ha abierto. No es mi intención convertirme en un fabulador risueño, pero estoy seguro de que alguna noche los veré a todos ellos, iluminando una avenida, resucitando, buscando respuestas. Convirtiendo esta ciudad pestilente en una hermosa pradera, vedada a quienes no perciban las palpitaciones que naufragan debajo de la tierra.

( Texto tuyo)

1 comentario:

  1. Iluminaste cada una de mis avenidas. Me hiciste sentir sabio, valiente, tranquilo.

    Todavía te busco entre los matorrales de la tiesa madrugada. Y cuando veo una luz brillante, imagino que estás cerca, dando vueltas, jugando con el tiempo. Entonces, esa ficción de cercanía me hace volver a extrañarte.

    Es terrible sentir el tiembre de mi casa, de mi teléfono y de mi cuerpo, sabiendo que no estarás del otro lado de ese llamado.

    Daría en sacrificio cada uno de mis logros por verte a la cara una vez más.

    Te juro que cada vez que lo intento, fracaso rotundamente. Me resulta imposible olvidarte.

    Te quiero,
    Diego

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